miércoles, 20 de mayo de 2015

Nieve de verano.

Solo pedí que las cosas no se moviesen de sitio, que el polvo ya se había asentado y me acostumbré a su presencia.
Pedí que las primaveras siguiesen floreciendo y las mariposas continuasen muertas en el estómago.
No quería más que sentarme cada día para mirar fijamente el horizonte y a alguien me acompañase, entendiese mi silencio y no lo quebrase con palabras innecesarias.

Quería ser yo sin nadie que me contaminase.

Quería caminar descalza, levantarme y mirarme en el espejo con el pelo revuelto y las ojeras bien marcadas.
No necesitaba detalles, ni flores, ni amor.
Eso no era para mí.

Y llegaste, respetaste mis decisiones, y esperaste.

Te sentaste y miraste el horizonte con un silencio tan perfecto que ni el mismo John Cage habría conseguido reproducirlo.
Me hipnotizó.
También lo hizo tu forma tan similar de hacer las cosas y tus manías.

Entonces lo hice, me enamoré.

Tenías que esperar, y esperaste para romper mis esquemas, y nevó aquel verano a veintinueve grados.

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