Solo pedí que las cosas no se moviesen de sitio, que el polvo ya se había asentado y me acostumbré a su presencia.
Pedí que las primaveras siguiesen floreciendo y las mariposas continuasen muertas en el estómago.
No quería más que sentarme cada día para mirar fijamente el horizonte y a alguien me acompañase, entendiese mi silencio y no lo quebrase con palabras innecesarias.
Quería ser yo sin nadie que me contaminase.
Quería caminar descalza, levantarme y mirarme en el espejo con el pelo revuelto y las ojeras bien marcadas.
No necesitaba detalles, ni flores, ni amor.
Eso no era para mí.
Y llegaste, respetaste mis decisiones, y esperaste.
Te sentaste y miraste el horizonte con un silencio tan perfecto que ni el mismo John Cage habría conseguido reproducirlo.
Me hipnotizó.
También lo hizo tu forma tan similar de hacer las cosas y tus manías.
Entonces lo hice, me enamoré.
Tenías que esperar, y esperaste para romper mis esquemas, y nevó aquel verano a veintinueve grados.